Las artes, la vida
Del Museo Pazo de Tor al Museo del Prado
Encarna Lago
¿Os habéis preguntado en esas visitas rápidas por los museos del mundo, a veces guiadas, qué tesoros encierran? Y no me refiero al valor pignoraticio adjudicado socialmente a los grandes nombres, sino a las historias humanas, a las trazas de seres que vivieron en otras épocas, que soñaron con pertenecer a exclusivos universos y que, en ocasiones, lo consiguieron. Los misterios preservados del tiempo y la carcoma que traspasan las décadas con su insistente mirada.
Para quienes nos ocupamos de su estudio, difusión y proyección, los profesionales de los museos, presentar las colecciones, tesoros, ocultos o a la vista, desde perspectivas distintas, constituye un reto en el que nuestra creatividad debe alcanzar el do de pecho.
Mil historias para vivir cada día en los museos de la Red Museística Provincial (Museo Provincial de Lugo, Museo Pazo de Tor, Museo de San Paio de Narla y Museo do Mar de San Cibrao), sin ir más lejos. Historias que muchas veces pasan inadvertidas, historias que nos emociona compartir. Imaginaos el hallazgo de una pieza, entre un sinfín de objetos maravillosos, que nos compromete a un viaje desde el Pazo de Tor al Museo del Prado, al Madrid de comienzos del siglo XX.
Imaginaos que una tarde cualquiera tenéis la fortuna de recorrer las salas de este museo, podéis mirar con los oídos piezas musicales únicas, sentir cómo unos mágicos dedos se deslizan, suaves, por las teclas de un piano, y tendréis la música lista para oler sus aromas, tocar sus texturas.
Ante el ínfimo clamor del apetito podréis comer en las diferentes vajillas, utilizar elegantes cubiertos, envolveros en el hechizo de un jardín escapado de la obra de Lewis Carroll, escribir vuestros secretos, anhelos, poemas o cartas en una escribanía y preservarlo todo en el bargueño con secreter en el que el padre de Doña María Paz Taboada y Zúñiga guardaba sus caudales.
Claro que esto requiere de un buen ejercicio imaginativo pero nada es imposible, así que, llegada la noche, os convido a soñar el descanso en camas de caoba y marfil, de Nápoles, revestidas de seda y algodón egipcio. Y es ahí, en el último paseo antes del retiro nocturno, cuando recorriendo las salas descubrís, descubrimos, con los ojos escuchando, el devenir del verano plasmado en la extraordinaria colección de grabados que interceptan nuestros sentidos desde las paredes del Pazo. Secretos, secreteres, historias, murmullos de los habitantes de minúsculos territorios invisibles y leves.
Ahí es cuando la iluminación del recinto nos conduce, en volandas, a la luz difuminada de una obra de Agustín Lhardy, discípulo de Carlos de Haes, pintor plenairista de la colonia artística de Muros, precursor de Millet y del impresionismo de Monet. ¿Cómo se os ha quedado el cuerpo y el espíritu?
El grabado, una barca que se desliza suavemente, trazando estelas de agua y hierba cristalinas. Os lo dije, íbamos a hacer un viaje. Un viaje estival y luminoso pese al negro sobre blanco del grafito y el papel, un viaje desde Monforte de Lemos a la corte de Alfonso XIII. Un viaje en el que además descubrimos otra historia prendida a las fotografías amarillentas del recuerdo. Nuestro artista, del que nos preguntamos y os preguntareis en ese deambular iniciático por el Pazo, cómo ha alunizado con su aguafuerte en estos muros bendecidos por la naturaleza, ese hombre que cumplió un sueño quimérico de habitar el Prado, supo ser también el continuador de la obra de su padre- y de otros antes- consiguió la máxima aspiración del cuerpo y el alma, como cocinero del más antiguo restaurante de la Villa y Corte.
Os anticipé las tribulaciones de un viaje. Hay muchos otros y pueden comenzar en los Museos. ¿Os apetece revivir la historia con mayúscula degustando el menú La Verbena de la Paloma? Podemos hacerlo, sólo hay que acercarse hasta el Pazo de Tor y reverenciar la vida.
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