La memoria como construcción política El museo en escena, libro que Paidós publicará en octubre, reúne artículos de diversos especialistas internacionales sobre la problemática propia de estas instituciones en América latina. En el fragmento que aquí se reproduce, el autor analiza cómo se inserta el discurso museístico en el diseño público de los proyectos culturales
http://www.memoriaytolerancia.org/
http://clionauta.wordpress.com/2010/09/19/construir-la-memoria-el-museo/
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Por Américo Castilla
Los museos son artefactos tecnológicos producidos por las culturas más diversas. A su vez, la cultura es una suma de acciones y estados que requiere de personas que las hagan circular, lo que muchas veces resulta en una política explícita o implícita. [...]
La cultura tiene como materia propia la producción y transmisión social de identidades y significados. También comprende el modo de vida de distintos grupos humanos, sus códigos de comportamiento, su vestimenta, cocina, idiomas, artes, ciencia, tecnología, religión, rituales o tradiciones. Como puede verse, la cultura es tanto el medio como el mensaje y está lejos de ser esa imagen vulgarizada y decorativa a la que, según algunos, la sociedad podría recurrir una vez que ha resuelto sus necesidades básicas. Por el contrario, la cultura es esa necesidad básica que aporta significado a toda la actividad social.
Las herramientas de la cultura permiten evaluar el pasado y planificar el futuro de nuestras sociedades. Así, resulta extraño que muchos gobiernos no discutan suficientemente sus alcances, y que sean escasos los recursos asignados para cumplir su misión. Durante años se creyó que el progreso de las sociedades estaba ligado sólo a la producción y al empleo, pero, de manera progresiva, incluso organismos de financiamiento internacional han debido admitir que el concepto de "desarrollo económico" es insuficiente como meta para mejorar la calidad de vida de los ciudadanos, y tienden a registrar con frecuencia términos como "capital social" en sus informes. Quedó penosamente demostrado que el efecto derrame de riqueza no se produce por una mayor actividad económica en la cima de la pirámide y que el mejoramiento de la calidad de vida de la sociedad requiere un planeamiento más amplio, no sólo económico. Para ello, la cultura cumple una función irremplazable como generadora de valor.
Cuando nos referimos a la cultura en términos de producción y transmisión social de valores y significado, la conexión entre ésta y el planeamiento estratégico se vuelve más evidente y permite formular un modelo teórico con estructuras más eficaces. En ese sentido, los modernos requerimientos de consulta, consenso y participación de las comunidades afectadas en el trámite de planeamiento de las políticas de gobierno implican, quiérase o no, la acción cultural; ésta concentra un vasto rango de conceptos que de otro modo se tratan desordenadamente, tales como bienestar, capacidad, cohesión, compromiso, pertenencia o singularidad. Todas estas expresiones de valor suelen ser debatidas en sesiones de planeamiento sin lograr un modelo que las integre intelectual y operativamente. El concepto de cultura provee esas herramientas intelectuales en tanto congrega los medios con los cuales las comunidades expresan sus valores, por lo que resulta más adecuado idear por esa vía las formas de integración de la expresión pública en los procesos de planificación de políticas.
Estas conceptualizaciones tan amplias tienen sin embargo sus desventajas al momento de diseñar políticas precisas. La debilidad institucional de la cultura para abordar las problemáticas propias de la expresión, recepción y discusión de los valores en juego constituye el principal desafío. La experiencia demuestra que, ante tan amplio espectro, la acción política tiende a desdibujarse detrás de enunciados voluntaristas, ampulosos e inabarcables que procuran ocultar su debilidad formal. Las consecuencias más usuales tienden a ser la inacción o el armado de grandes esqueletos burocráticos que son disueltos o ignorados por la siguiente administración. En muchos casos, y ante la obligación política de alcanzar notoriedad en la acción, se vuelve a fórmulas ya transitadas: la promoción de espectáculos que cuentan con aceptación social y por ende con una demanda de mercado más o menos establecida; en el mejor de los casos, el impulso de otras expresiones artísticas menos convencionales. Como podemos comprobar, una reducción de las políticas públicas a esta variable simplemente intenta evadir el problema y desperdiciar su oportunidad de incidir en planes a largo plazo.
Esa apreciación negativa no desmerece el potencial de una planificación institucional eficaz de la cultura y el análisis del campo de los museos es quizás uno de los más fértiles por el material con el cual se trabaja. En sus colecciones se encuentran las evidencias materiales de todos los enunciados que componen el cuerpo de la cultura, sus indicios y sus marcas. A partir de la producción intelectual, sensorial y comunicacional que elaboremos con ellos, pondremos en escena los procesos culturales e induciremos a la interpretación de sus posibles significados.
Esta última conclusión nos lleva a considerar el discurso de los museos, que no debe ser confundido con los objetos o el conjunto de colecciones que los integran. Esos objetos, como si se tratara de reliquias, pueden adquirir estado sacro como suma de las reverencias y rituales que se les dedican, pero no significan ni comunican ese estado por sí mismos, sino que requieren de la reflexión crítica que les permita acceder al intercambio de experiencias con el eventual visitante. Debería ya asumirse que la aparente sacralidad del objeto (el sable del Libertador, el bastón presidencial, el cuadro de altísimo valor económico, el fósil del megaterio) no es hoy un punto de partida que invite a la interrogación, sino más bien el punto de llegada de un prejuicio que no espera sino más actos de reverencia por parte del espectador.
[...] Ese discurso y esas reverencias formaban parte del repertorio de los primeros museos, si bien moderado por la intención educativa que se esperaba de esos ejercicios. En verdad, en sus comienzos, los museos demostraron hasta qué punto podían ser constitutivos de un proyecto mayor, diríamos de una utopía política que muchas veces se enfrentaba con una sociedad civil aún lejos de adoptarla como propia. Así como para exaltar su poderío los museos europeos se apropiaban de objetos de pasadas civilizaciones de Roma, Egipto o Persia con un significado establecido como cultural, los primeros museos de nuestra región intentaron legitimar su existencia con colecciones de restos paleontológicos, arqueológicos o simplemente exóticos del propio país o de donde pudieran obtenerse, los cuales eran trasladados a la metrópoli -Buenos Aires, Ciudad de México o Río de Janeiro, entre otras- para ser exhibidos ante la admiración del sector de la sociedad que más importaba: la de los pares en esa misma metrópoli y, en todo caso, la de los cenáculos científicos europeos. El resto del territorio, y sus habitantes, en tanto no fueran capaces de crear sus propios centros de erudición, eran vistos más bien como simples proveedores de algunos de esos bienes.
Esa voluntad política constitutiva de la república, o al menos de la clase dirigente que se reconocía con la misión de instaurarla, se hizo evidente hacia fines del siglo XIX y comienzos del XX, pero fue perdiendo peso en la medida en que la sociedad se tornó más compleja y las demandas sociales de un número mayor de habitantes prefiguraron nuevas y más variadas prioridades. Esos inicios, sin embargo, fueron los que habilitaron una historiografía de la sociedad y su memoria aparente, con sus batallas y predominios de clase, que se mantiene hasta el presente en muchos de los museos de la región.
La concepción del museo como repositorio de bienes y aparentes valores -que estarían yaciendo en ellos, como los reyes egipcios en sus tumbas- tiene su explicación en los orígenes de los museos europeos, los cuales también estuvieron fundados en contradicciones. Si bien el mérito de estos últimos estuvo en facilitar el acceso a las colecciones antes sólo reservadas a ciertos nobles, todos los primeros museos intentaron construir un propio proyecto político en torno a ellos. Ese proyecto se formuló como científico y vagamente educativo, pero también sirvió para proponer al grueso de la población una adhesión pasiva y despolitizada a la construcción de poder que allí se ponía en escena.
La crisis de cambio insaciable que requieren los museos se explica por la tensión entre los principios que dicen cumplir y su efectivo desempeño. Por un lado, la retórica del museo indica invariablemente que está abierto para todos los habitantes y que expresa y educa acerca de las distintas características de la población y sus hallazgos; por otro, pareciera disciplinar a un conjunto diferenciado de personas en torno a un comportamiento hegemónico. A la vez que se pronuncia como inclusivo, excluye a determinados sectores y evita mencionar procesos conflictivos de la sociedad. Foucault observaba que las formas modernas de gobierno construyen nuevas tecnologías para la regulación de la conducta de los individuos y las poblaciones -la prisión, el hospital y el asilo, por ejemplo-, y que los museos parecen convivir en el tiempo con un doble discurso similar. Algunos autores continúan ese razonamiento hasta indicar que los museos habrían servido para encapsular contenidos tal como lo hacen las prisiones. Algunos museos, aún hoy, parecen darle la razón.
La disociación entre una idea del pasado y la sociedad del presente e incluso del futuro es una cuestión central para los museos. Esa asincronía revela una zona de conflicto, más rica y con mayor potencial narrativo justamente por eso. Para enfrentarla, es indispensable tomar conciencia de cuál es la misión de cada museo e incorporar un pensamiento crítico en todas sus áreas. En su mayoría, los museos del siglo XX se caracterizaron por proveer una información unidireccional y una voz institucional que no podía ser confrontada, mientras que los nuevos prototipos propician múltiples voces e interpretaciones. El foco estaba puesto en la presentación de los objetos y casi no se tenía en cuenta la recepción, mientras que hoy el compromiso y la experiencia del público resultan fundamentales. Según el viejo paradigma, los museos y sus directivos actuaban de un modo independiente y tomaban decisiones unipersonales. En la actualidad se valora la participación y la colaboración múltiple en la toma de decisiones. Los museos del siglo XX tomaron poco en cuenta a la sociedad en que estaban insertos y no aprovecharon sus iniciativas. Hoy, esa inserción y sus respuestas a las necesidades de esa sociedad específica son valoradas prioritariamente.
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